domingo, 25 de agosto de 2013

THAIS











Ya estábamos casi a mitad de camino,
sentados en la rambla estival, en otras épocas avalancha que arrasa y limpia,  cuando la voz más joven conmovió mi alma de rabia y piedad:
 
"Por un perro, ¿Nos vamos a quedar tiradas  aquí treinta personas? Vámonos y empecemos a subir."

 Sentado lo miré de soslayo en un crepúsculo vespertino que se nos iba,
como se nos fue la ilusión que habíamos iniciado a las 8 de la tarde en Altura,
conocidos senderistas,
camino hacia Montmayor,
parada en la Cueva Santa, por si aparte de la ansiada cena,
se producían dos milagros:
La vuelta de la imagen hurtada,
y la resurrección de la perrita envenenada.

 En el silencio de varios sentimientos y de un tiempo parados,
volvían pasos quedos, Juan Antonio y Pepe Vitri:
 
                 "Allí acurrucada está sin poderse levantar;
                  y ella, toda preocupada, teléfono en mano, pidiendo auxilio."

 Lágrimas deslizándose por su triste cara
golpeaban el lomo de Thais,
como si de una despedida purificadora se tratara.
 
Impotentes,
y desespero,
recordando a heroínas de antaño mesándose los cabellos,
ante la tragedia.

 Y la joven acompañante,
por vez primera puestas sus esperanzas e ilusión
de ver caer fugaces las estrellas en la madrugada de las perseidas,
sólo pudo abrazar con un llanto de confusión y dolor
la tristura en los ojos de Ana,
soledad en herida,
silencio en la mirada.

 Todos sabíamos que Perseo cortó la cabeza de la Medusa,
la que petrificaba con su mirada.
Los dioses le habían ayudado:
casco de Hades, de Atenea escudo,
hoz de Zeus, de Hermes espada.
 
Triunfaste en tu aventura
aunque se cumpliese el oráculo:
disco en mano, muerte de tu abuelo,
linaje hermoso de Dánae,
lluvia de oro,
nacimiento y juventud de héroe.

 Pero, ¿quién mató a Thais?

 Esa pregunta enlazaba los corazones de la noche.

 Y no hubo respuesta,
 en el cielo quedó brillando la fidelidad del can
 y la barbarie del humano.

 Pesarosa, y en perplejidad,
íbamos dejando nuestra huella
por si aún le servía de guía y cobijo.

 La senda magaña sólo nos anunciaba piedra tras piedra
 la cruz vacía
 y la oscuridad de una esperanza.

 Frontal ya apagado,
llegábamos a nuestro destino,
cueva sacra, cueva cerrada,
estómagos saciados
y la libreta azul para el homenaje de palabras sinceras,
letras forzadas,
pensamientos vacíos,
poesía en la noche,
llanto en el cielo.

 De pronto la madrugada,
pies sin aliagas,
monte quemado,
simulacro en noche oscura.
Pasamos por el calvario solitario y fragmentado.
Una parada, una foto de recuerdo
sobre la piedad de una Virgen dolorida
y el estruendo de un hijo crucificado.

 Allí volvemos a recordarte, Thais,
ya en el cielo,
y a tu dueña herida, también.

 Pisando el un último tramo ascendente,
erguida la antena, anuncia tu nombre:
la más bella.

Boca arriba, tumbados sobre cemento,
más ilusión que sueño,
fijos nuestros ojos en el firmamento.
Desesperados por localizar la constelación Perseo,
ansiosos por ver caer fugaces estelas cerca,
consumidas pasan sin poder contabilizar más de siete.

Seguro que San Lorenzo dejó verter más lágrimas
por su fe que por su cuerpo martirizado.

 Seguro que nosotros deseábamos ver inmortalizada la perrita
contemplándola como nueva compañera de los astros.

 Y una dulce canción,
más de cuna que de cansancio
va bajando hasta nuestra plegaria rezando:

"Era nuestro perro y era la ternura,
esa que perdemos cada día más.

(...)

Era el callejero de las cosas bellas
y se fue con ellas cuando se marchó,
se bebió de golpe todas las estrellas,
se quedó dormido y ya no despertó¹."

 

Miguel González Sanchís

 

 

 (1) Fragmento de la canción de Alberto Cortez, Callejero

 


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